Viernes. Once y cuarto del mediodía.
Llegando a Corrientes y Medrano. Subirse a un colectivo en Capital
durante una hora punta es lo más parecido a una dolorosa muerte
lenta. Hace quince minutos que avanzamos metro a metro. El timbre
suena para dejar bajar al enésimo pasajero que se decidió a caminar
lo que le falta para su destino. Un asiento libre y cruzamos miradas
con la mujer parada a mi derecha. Le hago saber con un gesto que no
quiero sentarme pero ni me mira y se apresura a ganar la silla vacía.
En la vereda veo como la anciana con el
andador de cuatro patas nos alcanza nuevamente. Hace tres cuadras que
venimos al mismo ritmo y creo que lo sabe porque sonríe cada vez que
pasa frente a nuestro querido 151 atrapado entre dos impasibles 168 y
dos orgullosos 40. Moviéndonos en fila, paquidermicamente, hacia un
cementerio secreto. Lo dicho. Muerte lenta y dolorosa y seguro que la
viejita se ríe porque sabe que ella va a llegar primero.
- La cosa es cruzar Corrientes –
dice una chica gordita a mi espalda – de ahí se despeja -
- Once debe ser una locura – le
contesta un viejo con el Clarin bajo el brazo.
- Encima con el calor este... - se
suma una vieja que a falta de otro dato fehaciente y desalentador
sobre el tráfico se conforma con la reveladora información
meteorológica – y dicen que mañana va a estar peor
- Y eso que es Junio – dice el
viejo del Clarin.
- Y eso que es Junio – responde la
vieja cerrando con autoridad su reporte del clima.
Junio y yo todavía sin trabajo. Esta
entrevista también fue un fiasco. Un restaurant en pleno Palermo .
Lindo lugar. Sueldo aceptable. Horario tolerable. Incluso podría
soportar la infernal vuelta a casa.
El problema fue cuando la encargada
leyó mi curriculum. Siempre les cambia la cara después de leerlo. Y
ese sólo gesto me alcanza para saber que no me van a llamar aunque
lo digan. La frase mágica es “Nos faltan algunas entrevistas”.
Eso significa hasta siempre. Adiós. Chau Chau.
- ¿Sabés dónde para el 151 para
Congreso? - fueron las últimas palabras que le dije a aquella mujer
que jamás volveré a ver -
- Tres por Ravignani hasta Niceto
Vega. Gracias por venir – fue su respuesta y la vuelta a los
papeles. Pedidos. Curriculums. Menúes. Los encargados son personas
muy atareadas.
El ruido del motor acelerando me trae
de vuelta. Me agarro fuerte del manillar del asiento y la que recién
se sentó me mira con cara de pocos amigos. Quizás he metido la mano
muy al medio, quizás he invadido su espacio personal. Resopla y mira
para afuera. Pasamos Corrientes como una exhalación y si tenemos que
creer a la gordita a mi espalda el resto del camino es pan comido.
Pero no. La felicidad de perro
sintiendo el viento en la cara se acaba a la cuadra, cuadra y media.
Al principio uno, que no tiene una visión completa de lo que hay
adelante, espera que sea un semáforo y que pronto volvamos a entrar
en ritmo. Pero indescifrables fracciones de tiempo pasan y cuando se
escucha el primer, tímido, bocinazo se sabe que estamos atascados de
nuevo. La tipa sentada resopla de nuevo y de reojo, ficha si he
movido la mano de SU asiento. La vieja meteoróloga balbucea cosas
esperando que alguien comience una nueva conversación. No es ella de
iniciar conversaciones de la nada. No sabría qué decir. Don Clarin
la saca de su miseria, mientras muevo la mano media pulgada.
- Once debe ser un despelote
también. Encima hoy habia manifestaciones...
- No hay derecho – se indigna la
meteoróloga – aquí cualquiera hace lo que quiere...
- Un despelote... - se resigna el
viejo que tiene cara de saber mucho de resignaciones y mira hacia afuera con tristeza. Ahora estamos frente a una pared llena de
grafitis: “Almagro de mi vida” dice y al lado el escudito. “1911
– 2011” dice a la derecha “ 100 años de pasión”. En la
última está dibujado Gardel con una bufanda azul, negra y blanca.
- Si el zorzal viera los colores que
le pintaron – dice en voz alta el viejo – se muere de nuevo.
Todo el mundo sabe que era de la Academia – sigue mientras mira
buscando alguien que corrobore esta verdad incuestionable. No me
queda otra que afirmar en voz alta aunque, si debo ser honesto, si
alguien me preguntaba de que equipo era hincha Gardel yo hubiera
dicho que de San Lorenzo.
- Yo soy de los diablos rojos –
sopa la vieja que se mete en todas sin saber que nadie ya dice los
diablos rojos y remata con un – este año vamos bastante bien –
lo que evidencia su total desconocimiento del fenómeno deportivo y
social conocido como fulbo. “Van bien encaminados a la b”
tengo ganas de decirle y veo que el viejo tambien, pero en cambio me
guiña el ojo y me muestra el llaverito de Racing. La sentada
resopla de nuevo y en eso el bondi arranca.
Pero esta vez algo cambia, lo puedo ver
en la expresión de desconcierto del viejo primero, en la voz de la
gordita que pregunta “¿No tiene que seguir derecho?” porque el
colectivero ha doblado para el oeste en vez de seguir recto hasta
Mitre. Y volamos porque estas calles estan semidesiertas, el asunto
es qué hace el colectivero ¿Se volvió loco o...?
- A veces hacen esto - dice la vieja
diabla roja - Rodean.
- Pero Mitre también debe estar
colapsada – se impacienta la gordita que ha vuelto a la
conversación después de unas rabiosas sesiones de wasap.
- No hay derecho... - reza de nuevo
la señora mientras mira para mi lado a la mina sentada, imagino que
envidiándo su privilegiada posición. Tener un asiento en un micro
de Capital es viajar en primera clase, si señor.
La marcha del colectivo ha disminuido
un poco ahora aunque nos seguimos moviendo, estamos entrando en Mitre
(no me pregunten ya desde que calle) pero parece que el colectivero
acertó con su estrategia, nos movemos, lento pero nos movemos. Ahi
arriba todos miramos para adelante, algunos hasta contienen la
respiración, el asunto es pasar Medrano y Mitre, el otro cuello de
botella y ya sólo nos faltaría Once.
Finalmente cruzamos Medrano y vemos que
una ambulancia, un auto y una moto ocupan más de la mitad de la
calzada, en el piso hay un cuerpo tapado con una sábana. Eso
señores, es un cuello de botella. Al pasar veo a los 168 todavía
metidos en el atasco y tengo ganas de correr a abrazar al fercho.
Alguien comienza timidamente un aplauso (en honor al colectivero)y
varios lo siguen. El aplauso dura media cuadra, el tiempo que
tardamos en detenernos de nuevo. Ya estamos en el campo magnético de
Plaza Miserere y de aquí es inútil intentar escapar. Miro mi reloj
- Quince minutos no nos los saca nadie,
pibe – me dice el viejo, casi en confianza. Lo bueno es que nos
movemos, despacito, despacito. Vamos paralelos a las vías del
Sarmiento, siguiendo nuestro propio riel de cemento. Cruzamos Mario
Bravo, Billinghurst (donde casi pisamos a un par de
ciclistas)Anchorena y Jaures a un ritmo casi soporífero. Yo voy
viendo las vías pensando el choque del año pasado hasta que
comienzo a ver fotos, incontables fotos, fotos que ya he visto antes,
fotos con rostros a los que no puedo fijar en mi mente pero que en su
conjunto disparan una idea, el recuerdo de una tragedia aún más
terrible (Pero...¿Se pueden mesurar las tragedias? No. ¿Acaso no
acabamos de pasar por una?)
Vuelvo a aquella noche, diez, once,
doce años atrás y está intacta en mi memoria. Y uno hubiera
querido que algo cambie, pero nada cambió. El resoplido de la mujer
sentada me trae a este Once. Ahora resopla porque quiere que le dé
lugar para bajar. Alguien toca el timbre, unos cuantos bajan, la
gordita entre ellos sin dejar de teclear mensajes en su celular, la
vieja se apresura a sentarse en el lugar que dejó la resopladora que
allí abajo cruza entre los autos-babosas mientras se prende un faso.
La sigo con la vista, con la primera calada se fuma medio cigarrillo.
Un ciclista la esquiva y la veo lanzar una puteada con sentimiento.
Todo en ella es oscuro.
De a poco entramos en Once. Todo allí
camina, hasta la plaza que se mueve como un cienpies o mejor dicho
como un milpies.
Alguien resopla y me doy cuenta que soy
yo. El viejo me mira sin decir nada, aunque su mirada dice “ya sé”
La vieja sentada me mira y asegura
- Cruzamos Pueyrredon y ya está –
con un tono que bien podría ser el de mi mamá. En Once sube una
diferente fauna. Caras largas y cansadas que se apresuran a
adueñarse de los pocos asientos que han quedado libres. Una
bolivianita se apresura a sentarse y le grita a su mamá, orgullosa
para venga a sentarse en el pequeño trofeo que ha conseguido para
ella. La boliviana se desploma en el asiento y se descalza ante la
escandalizada mirada de Doña Diablesa Roja. En eso cruzamos
Pueyrredon y la cosa se va limpiando. El colectivero pisa a fondo y
el ruido del motor sienta bien. Me faltan dos paradas.
Ahora una.
Yo me bajo en Congreso.
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