viernes, 22 de abril de 2011

algo de gravedad

Yo caminaba sin meterme con nadie, sin mirar a nadie y pensando en casi nada por una vereda limpia y tibia de Marzo cuando aquel hombre cruzó desde la acera del frente y se puso a caminar a mi lado. Estoy seguro que no había cruzado a propósito para acercarse a mí ni nada parecido pero caminaba a mi mismo ritmo , cosa que (estoy seguro a más de uno comparte) me puso incómodo.

Lo primero que se me ocurrió fue ralentizar mi marcha pero, la propia inercia de mi andar hizo que tardara aún dos, tres, cuatro, cinco pasos en lograr cambiar el ritmo natural de mi caminar. Lo lamentable (por no decir gracioso aunque pensándolo bien no es ni una ni otra cosa) fue que aquel buen señor (de seguro también incómodo por la situación de caminar al lado de un completo desconocido) empezó a ralentizar su marcha al mismo tiempo que yo lo hacía.
En ese instante nos miramos, como intentando ponernos de acuerdo. Ví que llevaba un libro de Vargas Llosa en la mano, el habrá visto que yo llevaba una bolsa del super semivacía, apenas algo de fiambre y un pedazo de pan cuya punta sobresalía unos centímetros de la bolsa. Él usaba bigote, bien recortado, aunque un pelo sobresalía del agujero izquierdo de su nariz, su abrigo aparentaba ser tan caro como innecesario pues aquel día parecía más de primavera que de invierno.
Noté como observaba el pan con detenimiento para luego detenerse en mi chaqueta gastada, en mi barba de varios días y finalmente en mis rasgos, intentando descifrar si yo era un producto genuino de la raza europea o si por el contrario era uno de tantos arribistas invasores, de tantos inmigrantes dañinos, maleantes y maleducados. Mi origen probablemente decidiría si se dignaba a dirigirme alguna frase amistosa o un silencio cortante.
No tardó ni medio segundo en mirar otra vez hacia adelante al tiempo que resoplaba con ese estilo tan europeo.
Entonces me armé de coraje y me largué a dejarlo atrás. Ni siquiera lo pensé cuando comencé a mover mis pies más rapidamente con el claro objetivo de adelantarlo.
Un, dos, un, dos, un, dos y mis pasos retumbaban en la manzana vacía, la pequeña sombra del sol de mediodía se electrificaba cual dínamo bajo la potencia de mis pies en la acera caliente, la bolsa del super crujía, se quejaba y yo imaginaba a la cabeza de mi pan mirando como me alejaba tres, cuatro baldosas de aquel compañero ocasional de cuadra.
No duró mucho mi euforia pues comencé a notar, por el rabillo de mi ojo, una sombra que crecía a mi costado derecho. Tampoco deje de notar el taconeo ligero de sus zapatos sobre la vereda.
Me aguanté dos veces de girarme para comprobar lo que ya sabía y de paso, ver qué tan cerca lo tenía.
No pude aguantarme una tercera vez. Ahora estaba casi a mi lado, sus mocasines apenas rozaban el pavimento. Usaba el libro (que tan elegantemente llevaba unos instantes antes) como una especie de alerón que (imagino él creía) le daban algún tipo de ventaja aerodinámica. Su mirada estaba fija en la esquina. Nuestra meta virtual. El cielo.
En un primer instante tanto empeño me conmovió y estuve tentado de dejarlo pasar pero entonces recordé aquella mirada soberbia y supe qué había pensado: “Ningún inmigrante me va a ganar”.
Entonces no tuve piedad.
Levante un poco la bolsa del super para controlar mejor la resistencia del aire y puse mis pies en quinta marcha. La esquina estaba muy cerca ya y comprendí, con satisfacción, que a ese ritmo nunca me pasaría. Escuchaba sus resoplidos cada vez mas entrecortados y cada vez más atrás.
Pero no estaba todo dicho. Una vieja salía de su casa justo en aquel momento bloqueando mi carril y dejándome sólo dos opciones: Detenerme o Pasarla por encima. Era muy tarde para esquivarla.
Así que me detuve sabiendo que allí se habían desvanecido mis chances de victoria. Cuando escuché al perrito ladrando ruidosamente detrás de la vieja me convencí de que la carrera estaba perdida.
La vieja me vió y sonrió. El perrito me miró y ladró; Luego miró a mi rival que se disponía a adelantarme. Entonces fui yo quién giré para verlo pasar a mi lado mientras me dedicaba aquel gesto de superioridad dónde ya se podía intuir el nacimiento de una sonrisa maliciosa, la futura anécdota contada ante otros imbéciles sobre cómo le había ganado al morenito aquel. Entonces escuché ladridos y observé con sorpresa su rostro transformarse frente a mí. Sus ojos ya no sonreían; Temían. No se por qué tuve también una sensación inminente de peligro. 
Como si en el universo hubiera ocurrido algo de gravedad. 
Aunque, lo que había ocurrido era que mi rival la había perdido. A la gravedad me refiero: El perrito se había enredado entre sus piernas y había caído aparatosamente sobre la acera dura y caliente de aquel mediodía de Marzo.
Después la vieja comenzó a gritar, no sé si al tipo, si al perro o incluso a mí, mientras el tipo se sofocaba e insultaba a su vez al perro, a la vieja (o quizás a mí)
Y yo no pude hacer nada más que seguir caminando hasta la esquina.
Tranquilamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario